Porque tú formaste mis entrañas; Tú me hiciste en el vientre de mi madre (Salmo 139:13).
Frente a Manila, en las Filipinas, la escuadra estaba apercibida para la batalla. Ya iba romper el fuego, cuando un marinero que estaba de servicio en el buque-insignia se le cayó su chaqueta al mar.
Pidió permiso para sacarla, pero se lo negaron. Entonces se arrojó al agua. Todos creyeron que era un cobarde desertor. Sin embargo, a los pocos minutos estaba de nuevo sobre la cubierta. Pero, creyendo que había intentado huir, las autoridades del barco lo arrestaron. Posteriormente un tribunal militar lo juzgó y condenó a varios años de cárcel.
El general que actuó de juez, Dewey, preguntó después al marinero cómo pudo hacer tamaña locura por una chaqueta de tan poco valor. Entonces el marinero sacó una fotografía y dijo: “¡Mi madre!” (En la chaqueta que se le había caído al mar estaba el retrato de su madre y quiso salvarlo a toda costa). Dewey, conmovido, abrazó al marinero y lo indultó (Digesto Católico, mayo 1946). Y nosotros también lo hubiéramos perdonado.
Sí, no hay cómo medir la influencia duradera para bien que una dedicada madre puede lograr en el tierno corazón de sus pequeños. ¿Habrá una obra más importante que esa? Pensamos que no. De ella depende, en gran parte, el futuro de nuestra sociedad. El mismo Dios usa la figura materna para expresar su amor y cuidado de nosotros: “Así dice el Señor: Como aquel a quien consuela su madre, así os consolaré yo a vosotros” (Isaías 66:13).
Fue Amado Nervo quien dijera: “Si el amor de Dios se parece a algo en este mundo, es sin duda semejante al amor de las madres...” Amigo, amiga, si tu madre vive todavía, y la tienes cerca, exprésale tu gratitud y tu cariño con un fuerte abrazo. Y si está lejos, te sugerimos le des hoy una llamada telefónica y dirijas a Dios una oración en su favor.
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