...Yo soy el primero y el último; y el que vivo, y estuve muerto; más he aquí que vivo por los siglos de los siglos, amén. Y tengo las llaves de la muerte y del Hades(Apocalipsis 1:17,18).
Algunos sienten tan agudamente la pérdida de un ser amado debido a la muerte, que procuran ponerse en contacto con él. Caen bajo la influencia de los médium espiritistas o de los “canales” de la Nueva Era, que pretenden que pueden comunicarse con los muertos. Pero la Biblia nos advierte específicamente contra el intento de aliviar el dolor de la muerte, de esta manera: “Cuando os digan que consultéis a los médium y espiritistas, que susurran y cuchichean, responded: ́¿No consultará el pueblo a su Dios? ¿Por qué consultar a los muertos por los vivos?́” (Isaías 8:19, NRV 1990). La verdadera solución para la angustia causada por la pérdida de un ser amado es el consuelo que sólo Cristo da. Al tener comunión con Cristo, sus promesas llenas de esperanza van echando raíces en nuestra mente y corazón. Uno comprende que el ser querido está durmiendo y que la siguiente impresión consciente que experimentará será la del sonido de la segunda venida de Cristo, que le devolverá la vida mediante el milagro de la resurrección.
El doctor James Simpson, inventor de la anestesia, experimentó una pérdida terrible cuando su hijo mayor falleció. Sufrió profundamente, como es de esperar de todo buen padre bajo esas circunstancias. Pero al cruzar por ese “valle de sombra de muerte”, encontró el camino de la esperanza. En la tumba de su amado hijo erigió un pequeño obelisco que se elevaba al cielo como una espira. Y en él esculpió estas palabras de Jesús: “He aquí que vivo”. Eso, amigo lector, lo dice todo. A veces pareciera que las tragedias personales oscurecen el cielo; no obstante, ¡Jesús vive! Nuestros corazones pueden quebrantarse; no obstante, ¡Jesús vive! Y Él nos promete: “Porque yo vivo, vosotros también viviréis” (S. Juan 14:19).
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