Así que, si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres (S. Juan 8:36).
Se observa en muchos intelectuales, y aun en quienes no lo son, una especie de temor para entregarse al amor. El laureado escritor español José María Souvirón explicaba que ese temor nace “de un miedo a estar a la merced de otro”. “Del otro”, enfatiza, refiriéndose a Dios. “Cuando uno cede al amor, y lo sigue, renuncia a símismo, y esto sí que es difícil para la soberbia intelectual (y para toda clase de soberbia). La soberbia aplasta el amor abnegado y endiosa el libertinaje pretendiendo llamarlo libertad. Pero en aras de su filosofía, muchos deambulan por la vida no queriendo someterse en ninguna forma, a nada ni a nadie, para que nada ni nadie les impida hacer lo que ellos quieren; y no perciben que se han vuelto esclavos estériles de sus propias ideas. Son ahora, como higueras con hojas y sin frutos.
La libertad absoluta no existe. En la práctica, libertad significa voluntad y poder de elección. Una vez que elegimos, de alguna manera nos comprometemos con lo elegido; y si elegimos bien, habrá valido la pena el compromiso. La Biblia dice: “¿No sabéis que si os sometéis a alguien como esclavos para obedecerle, sois esclavos de aquel a quien obedecéis, sea del pecado para muerte, o sea de la obediencia para justicia?” “Pero, gracias a Dios, que aunque erais esclavos del pecado, habéis obedecido de corazón a aquella forma de doctrina a la cual fuisteis entregados; y libertados del pecado, vinisteis a ser siervos de la justicia”. “Ahora –exhortó el apóstol–, que habéis sido libertados del pecado y hechos siervos de Dios, tenéis por vuestro fruto la santificación, y como fin, la vida eterna” (Romanos 6:16-18, 22).
Creemos a veces, que sólo es posible vivir plenamente si se nos deja hacer lo que nos parece; pero la libertad que produce “vida” es compromiso. Implica elección y sometimiento. Si elegimos a Dios, y nos sometemos a él, habremos hallado la verdadera libertad.
Por Frank Gonzalez
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