“Por que así dijo el Alto y Sublime, el que habita la eternidad, y cuyo nombre es el Santo: Yo habito en la altura y la santidad, y con el quebrantado y humilde de espíritu, para hacer vivir el espíritu de los humildes, y para vivificar el corazón de los quebrantados”(Isaías 57:15).
En este pasaje Dios se adjudica correctamente cuatro nombres que demuestran su esencia de ser el que es:
- El Alto
- El Sublime
- El Eterno
- El Santo
Los nombres dados a Dios en la Biblia dicen cómo es Dios. Y lo dicen indudablemente mucho mejor que todos los comentarios que puedan hacerse de Su persona. Estos adjetivos nominales destacan un aspecto o virtud del mismo Dios.
Cuando de sí mismo se refiere a “el Alto” nos dice que Él es el “Dios Altísimo” (HB. El-Elión). Y cuando nos informa que Él es “el Sublime”, nos está queriendo dar a entender que Él es más grande, importante, único y Soberano Dios.
Es a través de las diversas formas de Su nombre que se expresan a la vez el carácter, la identidad, la voluntad, y los actos de Dios.
Añádase a esto, si Dios es “el que habita la eternidad”, Él es el “Dios Eterno”(HB. El-Olám). Esto no sólo significa que Dios haya existido siempre, y que siempre existirá. Quiere decir además que nuestras nociones del tiempo no le son aplicables. Por otra parte, no debiéramos por ello llegar a la conclusión de que el tiempo sea algo irreal o carente de importancia. Nuestros tiempos están en sus manos, y es a través de los cursos de los años que Él manifiesta Su obra (véase Habacuc 3:2). Dios permanece invariable; pero la creación y la redención consumados en el tiempo dan un resultado que cuenta para la eternidad.
Dios es Santo. El término santo significa “separado, puesto a parte”. Dios se distingue radicalmente de los hombres pecadores. En el Antiguo Testamento, la santidad de Dios se hacía patente en la distancia que mantenía entre sí y los hombres. Sólo los sacerdotes podían ofrecer los sacrificios. El lugar Santísimo era accesible sólo al Sumo Sacerdote, una vez al año (Levítico 16:2).
Las víctimas debían ser intachables (Levítico 22:20). Estaba prohibido mirar al arca, y con mayor razón tocarla (1 Samuel 6:19). No se puede ver el rostro del Señor, y seguir viviendo (Éxodo 33:20). Esta santidad exterior debe ser ilustrada de la santidad moral de Dios, su horror hacia el pecado y su perfección hacia el bien. Exige la santidad de los adoradores (Levítico 19:2).
En el Nuevo Testamento, la santidad de Dios se manifiesta por la santidad perfecta del Señor Jesucristo (San Juan 8:46; 14:30) y sobretodo por el sacrificio en la cruz (Hebreos 9:22). En el Nuevo Testamento hay también la consecuencia que los redimidos son santos por su pertenencia a Dios. Y que deben comportarse de una manera consiguiente en su conducta por la acción del Espíritu Santo (1 Corintios 3:17; 2 Corintios 3:18; 1 Pedro 1:15).
Dios, por la sublimidad de Su esencia, Su grandeza no solamente es grandeza de santidad y altura o poder, también es un Dios grande en amor y misericordia. Él es condescendiente del pecador humillando su corazón delante de él. Si Él dice de sí mismo: “Yo habito en la altura y la santidad”, aunque parezca incomprensible, Dios también habita con “el quebrantado y humilde de espíritu”.
Éste es aquella persona, a la que con seguridad Cristo se refirió de la siguiente manera: “Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos” (San Mateo 5:3). Aún más, la Palabra de Dios nos asegura que “cercano está Jehová a los quebrantados de corazón, y salvará a los contritos de espíritu” (Salmo 34:18). Sí, Dios no está lejano allá en las alturas de los cielos; en su santidad, Dios no está inaccesible ni distante de todos aquellos pecadores que con humildad y arrepentimiento claman por misericordia.
La Palabra del Señor afirma que Dios habita “con el quebrantado y humilde de espíritu, para hacer vivir el espíritu de los humildes, y para vivificar el corazón de los quebrantados”, éstas palabras están dirigidas a los que “atentos a su verdadera situación y susceptibles a la influencia del Espíritu de Dios, se humillan delante de Dios con corazón contrito. Pero Dios no puede ofrecer la paz a los que no quieren escuchar el reproche divino, que son voluntarios e indóciles, y que se han dispuesto continuar en sus propios caminos. No puede curarlos porque no quieren reconocer que necesitan curación. Dios declara de la verdadera condición de ellos: “Los impíos son como el mar en tempestad, que no puede estarse quieto, y sus aguas arrojan cieno y lodo”- Isaías 57:20.”(Carta 106, 1896).
Dios es santo y no puede estar de ninguna forma junto con los pecadores; pero en su infinito amor, Él es capaz de habitar con el pecador arrepentido para darle vida espiritual, siendo que éste último está “muerto en sus delitos y pecados”.
Dios es amor, y por este atributo hermoso que posee es como llegamos a estar en su presencia como quienes nunca pecaron, justificados y amparados por la sublime gracia de nuestro Salvador Jesucristo. ¡Oh, infinita gracia! ¡Oh, incomprensible amor! ¡Oh, divina misericordia! ¡Alabado sea Dios! ¡ALELUYA!
“Ten compasión de mí, Oh Dios, conforme a tu amante bondad; conforme a tu inmensa ternura, borra mis transgresiones. Lávame a fondo de mi maldad, y límpiame de mi pecado. Porque reconozco mis transgresiones, y mi pecado está siempre delante de mí. Contra ti, contra ti solo he pecado, e hice lo malo ante tus ojos, pues tú eres justo cuando hablas, y sin reproche cuando juzgas. En cambio, en maldad nací yo, y en pecado me concibió mi madre. Pero tú amas la verdad en lo íntimo, y en lo secreto me ayudas a reconocer la sabiduría.
Purifícame con hisopo, y seré limpio. Lávame, y seré más blanco que la nieve. Hazme oír gozo y alegría, y se recrearán los huesos que abatiste. Esconde tu rostro de mis pecados, y borra todas mis maldades. Oh Dios, crea en mí un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí. No me eches de tu presencia, y no retires de mí tu Santo Espíritu. Devuélveme el gozo de tu salvación, y sosténme con un espíritu dispuesto. Entonces enseñaré a los transgresores tus caminos, y los pecadores se convertirán a ti. Líbrame de homicidios, Oh Dios, Dios de mi salvación; y mi lengua cantará tu justicia. Señor, abre mis labios, y mi boca publicará tu alabanza” (Salmos 51:1-15).
Pastor Marcelo Solis
Éste es aquella persona, a la que con seguridad Cristo se refirió de la siguiente manera: “Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos” (San Mateo 5:3). Aún más, la Palabra de Dios nos asegura que “cercano está Jehová a los quebrantados de corazón, y salvará a los contritos de espíritu” (Salmo 34:18). Sí, Dios no está lejano allá en las alturas de los cielos; en su santidad, Dios no está inaccesible ni distante de todos aquellos pecadores que con humildad y arrepentimiento claman por misericordia.
La Palabra del Señor afirma que Dios habita “con el quebrantado y humilde de espíritu, para hacer vivir el espíritu de los humildes, y para vivificar el corazón de los quebrantados”, éstas palabras están dirigidas a los que “atentos a su verdadera situación y susceptibles a la influencia del Espíritu de Dios, se humillan delante de Dios con corazón contrito. Pero Dios no puede ofrecer la paz a los que no quieren escuchar el reproche divino, que son voluntarios e indóciles, y que se han dispuesto continuar en sus propios caminos. No puede curarlos porque no quieren reconocer que necesitan curación. Dios declara de la verdadera condición de ellos: “Los impíos son como el mar en tempestad, que no puede estarse quieto, y sus aguas arrojan cieno y lodo”- Isaías 57:20.”(Carta 106, 1896).
Dios es santo y no puede estar de ninguna forma junto con los pecadores; pero en su infinito amor, Él es capaz de habitar con el pecador arrepentido para darle vida espiritual, siendo que éste último está “muerto en sus delitos y pecados”.
Dios es amor, y por este atributo hermoso que posee es como llegamos a estar en su presencia como quienes nunca pecaron, justificados y amparados por la sublime gracia de nuestro Salvador Jesucristo. ¡Oh, infinita gracia! ¡Oh, incomprensible amor! ¡Oh, divina misericordia! ¡Alabado sea Dios! ¡ALELUYA!
“Ten compasión de mí, Oh Dios, conforme a tu amante bondad; conforme a tu inmensa ternura, borra mis transgresiones. Lávame a fondo de mi maldad, y límpiame de mi pecado. Porque reconozco mis transgresiones, y mi pecado está siempre delante de mí. Contra ti, contra ti solo he pecado, e hice lo malo ante tus ojos, pues tú eres justo cuando hablas, y sin reproche cuando juzgas. En cambio, en maldad nací yo, y en pecado me concibió mi madre. Pero tú amas la verdad en lo íntimo, y en lo secreto me ayudas a reconocer la sabiduría.
Purifícame con hisopo, y seré limpio. Lávame, y seré más blanco que la nieve. Hazme oír gozo y alegría, y se recrearán los huesos que abatiste. Esconde tu rostro de mis pecados, y borra todas mis maldades. Oh Dios, crea en mí un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí. No me eches de tu presencia, y no retires de mí tu Santo Espíritu. Devuélveme el gozo de tu salvación, y sosténme con un espíritu dispuesto. Entonces enseñaré a los transgresores tus caminos, y los pecadores se convertirán a ti. Líbrame de homicidios, Oh Dios, Dios de mi salvación; y mi lengua cantará tu justicia. Señor, abre mis labios, y mi boca publicará tu alabanza” (Salmos 51:1-15).
Pastor Marcelo Solis
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